miércoles, 30 de enero de 2013

Besos sabor café

La cafetera empezó a trinar, y el humo inundaba aquella minúscula cocina. Le encantaba el olor a café. Cogió una de sus tazas de Charles Chaplin, y se sirvió el café, dos cucharaditas de azúcar y un poco de leche. Apagó el fuego, y cogió la taza con las dos manos para calentarse sus gélidas manos. Vestía únicamente un camisón, y no era suficiente para aquellas noches de invierno. Cogió una manta y se envolvió en ella, intentando no tirar el café que se había preparado. Se sentó en el sofá y empezó a hojear una revista.



 Al poco rato de sentarse, alguien entró por la puerta. Solo había una persona que tuviera las llaves de su casa, y ese era Él. Él es un chico que conoció por casualidad en una galería de arte, y que desde entonces habían compartido historias, libros... y cama. La chica nunca se ha puesto de acuerdo consigo misma para saber qué siente por él, pero no es algo que le quite el sueño. Simplemente, siente algo. Aunque no quiere definirlo, es decir, limitarlo.
Cada noche, a las cuatro menos cuarto de la madrugada, se reúnen en su casa para hablar. Ambos tienen problemas para dormir, y no conocen otra forma mejor para dormir que el sexo. Supongo que en el fondo, ambos anhelan cariño humano, aunque nunca lo digan. 
-Buenas noches, señorita – dijo él, al entrar. La chica estaba tiritando de frío, y apenas pudo contestarle.
-Bebebebésame –dijo ella exagerando con su tartamudeo, tampoco estaba muerta de frío. El chico soltó una carcajada y se acercó a ella. La agarró en peso y la besó mientras la sostenía. Fue un cálido beso. La llevó así, sin dejar de besarla, hasta la cama, y la dejó con cuidado sobre ella. El chico le quitó la taza, bebió un poco y la dejó encima de la mesita de noche. Luego se quitó la ropa, y se metió con ella en la cama. Se dieron calor.
No sabían si era amor o no. Lo que sabían es que se tenían el uno al otro, y eso era lo importante. Lo demás ya vendría con el tiempo.


Luna Plateada

martes, 29 de enero de 2013

Escala de grises

“¿Por qué se habrá puesto así? ¿He hecho algo mal?” Pensé, al tiempo que me acomodaba las rastas y me las ataba con una vieja coleta roída por el tiempo. “Ya se le pasará” Cogí la bicicleta, en dirección a la playa. Hacía un bonito día de primavera, y el sol brillaba con intensidad allí en lo alto, tan imponente como siempre. Llegué a la playa, dejé la bici medio escondida detrás de una gran roca, y con mi mochila fui directa a la playa. No paraba de darle vueltas a la discusión que había tenido con Carlos. ¿Acaso no puedo ser feliz? Él tiene novia, o lo que sea que tiene, y ¿yo no puedo salir a dar una vuelta con quien me dé la gana?
No supe que tenía “novia” hasta que me besó la primera vez. No me sentó nada bien, pero seguimos viéndonos. ¿Por qué? Pues porque sí, me gustaba, y punto. Además, tampoco es que lo quisiera para mí sola, yo también tenía mi vida. Desde un principio le dije que no quería problemas, y que no buscara en mí algo más de lo que ya teníamos. Él parecía conforme, hasta hoy. ¿A qué venía aquella escena de celos? Nunca le pedí que dejara de verse con la otra chica, ni se lo pediré. Asimismo, él tampoco podía reprocharme que saliera con algún chico. 
“No entiendo a los chicos. Luego hablan de nosotras, pero ellos también se las traen. No es que piense que las cosas son blancas o negras, pero mi escala de grises no tiene ochenta mil tonalidades. Si él quiere enfadarse, que se enfade. No voy a ir detrás de él rogándole que perdone mi falta de tacto”
Estiré la toalla en aquel pequeño espacio lleno de arena, me quité la ropa, y la tiré sin cuidado sobre la mochila. Nunca he sido muy delicada, y no iba a serlo con la ropa. 
“Qué fría soy, la verdad. Tampoco es que no me importen sus sentimientos, pero no puede pretender que deje de vivir mi vida para estar con él. Eso sería como encerrar en una jaula a un pájaro. Él nunca me ha dicho lo que siente por mí. Ni siquiera creo que sienta algo, simplemente es el sentimiento de posesión. Como cuando te roban algo que no necesitabas. Vale, no lo necesitabas, pero es tuyo” Cogí la mochila, y busqué en ella unas gafas. Casi no podía ver, me estaba quedando ciega con tanto sol.
“¿Sabes? Ya es hora de dejar de pensar en él. Si quiere algo de mí, que me busque” Pensé, mientras me levantaba para ir a darme un baño. El agua consiguió enfriar mis pensamientos y sentimientos. Por el momento.
Luna Plateada


lunes, 28 de enero de 2013

Tiempo de arena

-Perdona, ¿tienes hora? – preguntó una extraña voz grave. Cerré el libro con cuidado, me levanté la manga de la camisa con delicadeza y escruté mi reloj analógico, comprado en una tienda de antigüedades de algún pueblo lejano.


-Las tres menos cuarto – dije, a la vez que levantaba la cabeza y miraba con recelo a la persona de donde provenía aquella voz. Era un chico de mediana estatura, puede que un poco más alto que yo. De tez pálida, y ojos grises. Su pelo era negro, y tenía una barba muy bien cuidada que le favorecía. No era guapo, pero sí atractivo. No sé si me explico. No era mi tipo de chico, aunque tampoco es que tuviera un tipo específico. Simplemente no era guapo. Lo que me atrajo de él fue la manera de agacharse para pedirme la hora, su actitud y aquella voz grave tan cautivadora.
-Gracias – dijo, y se erguió hábilmente. Tenía prisa, por lo visto. Cogió una pequeña mochila que llevaba en la mano y se la puso al hombro. No sin antes dirigirme una última mirada que no supe cómo interpretar. Se llevó una mano a la cabeza e hizo un gesto de reverencia, como si fuera un caballero de los años 60. Me hizo gracia aquel gesto, y se lo agradecí con una sonrisa.
El chico empezó a caminar en dirección a unos asientos que había más adelante en aquella terminal. Otra cosa no, pero aquel aeropuerto tenía más asientos que personas. 
Recogí mis cosas, me quité las gafas, y lo guardé todo en el bolso. Aún quedaban 40 minutos para que saliera mi avión. Me dirigí hacia donde estaba aquel chico que me había preguntado la hora. Cuando llegué a su altura, me miró con aquellos ojos grises, irresistibles. Me quité el reloj, se lo di, y le dije:
-Perdona, ¿tienes hora? 
Luna Plateada

viernes, 25 de enero de 2013

El Faro: Parte III

-¿Qué hace aquí? – preguntó ella con una mezcla entre decepción y sorpresa. No se espera que el cartero pasara por allí.
-Veo que su poder de observación ha quedado mermado por la soledad –dijo el cartero con insolencia, mientras le entregaba una carta. “Vaya con el cartero” pensó Luna. Lo cierto es que le resultaba muy familiar.
-¿Puedo invitarte a tomar algo? – ni ella se creyó lo que le había preguntado. ¿Acaso quería que aquel extraño invadiera su intimidad? Y se arrepintió de habérsela formulado, mas no quería recibir un no por respuesta. En el fondo le agradaba ver a otra persona.
-La verdad es que me apetece un vaso de agua – dijo a la vez que entraba y se acercaba a acariciar a la perra de Luna.
-Nunca había pasado un cartero por aquí. ¿Por qué ahora? – dijo ella.
-Porque no tenías correspondencia – dijo él, como si fuera lo más normal del mundo. Que lo era. Con la llegada de internet, ya casi nadie recibía sus facturas en papel, y mucho menos cartas de otras personas.
Luna no dijo nada, y se dirigió pensativa hacia la cocina, a por el vaso de agua. Cuando volvió, descubrió el bolso tirado en el sofá, y aquel cartero desconocido sentado en el suelo acariciando a la perra mientras observaba las estanterías llenas de libros.
-Y bueno, ¿cómo te llamas? –preguntó ella con curiosidad mientras le tendía el vaso.
-Me llamo Kristian. Con k
-¿Por qué con K? ¿De dónde eres?
-Soy del País Vasco, pero ya ves las vueltas que da la vida. – En ese momento, Luna recordó que el chico que conoció aquel verano hace tantos años era del norte también. Nunca llegó a decirle cómo se llamaba, se refería a él como “Sol”, y por eso nunca pudo saber nada más de él. Pero este chico no era aquel, no tenía el pelo oscuro, sino una mezcla entre rubio y castaño claro. Sin embargo, sí que tenía unos ojos bastante parecidos, de un color entre azul y verde. 
-¿No me vas a preguntar cómo me llamo? – dijo ella
-Si no me lo supiera no estaría aquí, entregándote unas cartas con tu nombre y apellidos. – contestó él. “Mierda Luna, estás espesa, ¿qué te pasa? Qué lenta eres… Agh, pero él tampoco tiene por qué ponerse así. No me cae bien” pensó ella
-Bueno, si no te importa, tengo muchas cosas que hacer – dijo ella dando una muestra clara de que no le había sentado bien lo que dijo el chico.
-¿Sí? Aquí no hay mucho que hacer, la verdad. – dijo él con insolencia, intentando hacer saltar a la chica para que se enfadara. Le gustaba hacerla rabiar.
-Trabajar, no como otros. – se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta principal. La abrió y añadió:
-Que pase usted un buen día, y gracias por traerme la carta- “es verdad, la carta. No había pensado en ella. “¿Quién me había escrito?”
El cartero dejó de acariciar a la perrita, recogió el bolso y se dirigió a la puerta. Se puso en frente de ella y le dijo:
-Sigues siendo tan antipática como cuando te conocí. Y tus ojos siguen siendo igual de preciosos – dijo él mientras cogía la puerta y la cerraba tras de sí, con delicadeza.
“¿Qué? ¿A qué venía eso? Pues si piensa que le voy a preguntar, va listo. Aghh” pensó Luna. La perrita se acercó a ella y le rozó la pierna con delicadeza, para que la sacara a pasear.
Mientras paseaba a la perra, pensó “Será idiota el Kristian ese. ¿Qué se creerá? ¿De qué me conocerá? Agh, lo peor es que el chico es tan interesante…”.
-¡La carta! – gritó Luna en mitad del paseo con su perra. Y puso rumbo a la casa, para verla lo antes posible.
Luna Plateada


Me pregunto qué habrá en la carta.

lunes, 7 de enero de 2013

El Faro: Parte II

Sin embargo, al día siguiente él fue, pero ella no vino, ni el siguiente, ni el de después. Al cabo de una semana, ella apareció pedaleando con su bicicleta, vistiendo un bonito vestido azul claro. Él no sabía qué hacer, había ido todos los días a aquella playa perdida sólo para verla, y por fin estaba aquí. Ella, al verle, se extrañó mucho. Pero le hizo mucha ilusión verle allí, contemplando el mar, relajado. Dejó la bicicleta en un lado y se dirigió hacia él. Se sentó a su lado, en silencio. Los dos miraban hacia el mar, evitándose. Al cabo de un rato, ella alisó la arena con la palma de la mano, y escribió con el dedo una palabra: Luna. Él la miró sin entender.


-La respuesta a la pregunta del otro día. Me llamo Luna.- dijo ella mientras le miraba fijamente a los ojos. 
Así empezaron a conocerse. Cada día de aquel verano caluroso, fueron a aquella playa perdida. Hablaban de todo tipo de cosas. Él nunca quiso decirle de dónde era, pero por el acento ella intuía que era del norte. Les resultaba fácil estar juntos, pero sabían que nada dura para siempre. 
Un día, estaban sentados en la orilla del mar, contemplando las olas, cuando él le agarró la mano y le señaló un viejo faro en el acantilado.
-Algún día, viviremos allí. Vendré a buscarte y te llevaré hasta el faro para que te quedes conmigo. –dijo él, sin obtener respuesta. A ella no le gustó la idea, significaba que se iría.
Aquella tarde, él se  despidió de ella antes de que se subiera a la bici. Le dio un beso, pero más cálido y dulce que de costumbre. Y ella pensó que se estaba despidiendo. Y así fue. Aquel día fue el último que lo vio. Volvió un día, y otro día, y otro, con la esperanza de verle, pero nunca volvió a verle. Y así habían pasado los años hasta que Luna había cumplido ya 32 años.<<
Llegó al último escalón, y un suspiró salió apresurado de su boca. Al fin estaba en lo alto. Contempló en silencio la infinidad del mar, las olas rompiendo contra el acantilado, las nubes ocultando el sol, y el viento silbando en la lejanía. Estaba completamente inmersa en sus pensamientos, cuando tocaron al timbre. Su perra empezó a ladrar. “¿Quién podría ser?” pensó ella. No esperaba a nadie. Dudó entre ignorar a esa persona o quedarse allí disfrutando. No quería volver a bajar toda aquella escalera que tanto le había costado subir. Pero su curiosidad pudo más que su pereza, y volvió sobre sus pasos, pero estaba vez bajó más animada las escaleras. Quizás porque era cuesta abajo, quizás porque le hacía ilusión que alguien la visitara.
Al cabo de un largo rato, llegó hasta la puerta principal, donde estaba su perra olisqueando la puerta. “Tengo que ponerle una mirilla a la puerta” dijo antes de abrir y encontrarse con aquella sorpresa.

Luna Plateada

¿Qué sorpresa será?

domingo, 6 de enero de 2013

El Faro: Parte I

Subía descalza la escalera. Sus pies desnudos encogían al entrar en contacto con el frío y el vacío de aquella escalera en espiral. Le encantaba, aunque se preguntaba si podría subir esas escaleras cuando fuera mayor y sus huesos fueran de cristal. Se había mudado hace exactamente año y medio, cuando empezó el verano, a aquel faro perdido. Desde pequeña le habían fascinado y siempre había querido vivir en uno. Le parecían muy interesantes los mecanismos para encender aquella bombilla gigante que guió en su momento a tanta gente. Se preguntaba si ella como persona había sido un faro para alguien, y quién lo había sido para ella. De pronto, le vinieron recuerdos a la mente…



>>Estaba acostada en la playa que hay más cercana al faro. Hacía un sol radiante, y estaba completamente sola. Le gustaba esa playa porque no había nadie casi nunca, pero tenía que pedalear mucho para llegar hasta ahí. Siempre traía lo mismo: una toalla, y una mochila con el mp3, un libro y unas gafas para bucear. Nada más. Se tumbaba allí a leer y las horas se le escapaban de las manos. Cuando sentía que tenía mucho calor cogía las gafas y se iba a bucear. Siempre desnuda; era la mejor forma de sentir el agua, la naturaleza. Nunca se encontró con nadie en la playa, de todas formas, tampoco le importaba. Pero aquel día fue diferente. Venía de bucear y estaba toda mojada cuando vio a lo lejos, en su toalla, la silueta de una persona. ¿Qué debía hacer? Estaba desnuda, y sin nada para defenderse. Decidió enfrentarse a aquella persona, desnuda y sin ataduras. A medida que se fue acercando, pudo distinguir a un chico moreno, alto, con el pelo negro, y bastante atractivo. Estaba tumbado en su toalla y no tenía ningún ánimo de levantarse. La contemplaba con tranquilidad, y recorrió con la mirada todo su cuerpo. A ella se le antojaron los ojos más bonitos que había visto. Una mezcla entre azules y verdes, que le recordaba al mar y al verde de la montaña. Pero no se dejó impresionar.


-¿Puedes pasarme la toalla?-le dijo directamente, sin miramientos, y con un tono bastante antipático.
-Podrías pedirlo en otro tono- dijo él, que la volvió a contemplar. Le gustaba su cuerpo. Un cuerpo de una joven que era fuerte, con unas piernas estilizadas y una tez morena, saludable. Se notaba que hacía algún deporte.
-Podrías haberte traído tu propia toalla- dijo ella a la vez que apartaba su mirada de él, par intentar disimular lo que le gustaban sus ojos.
Era un momento incómodo. Y él se dio cuenta, por eso se levantó de la toalla, la cogió e hizo el gesto para envolverla. La contempló embelesado mientras ella dudaba sobre si coger la toalla o dejarse arropar. Su cuerpo, lleno de miles de gotitas de agua, brillaba cuando los rayos de sol impactaban en ella. Ella, al final, se decidió, y se dejó arropar. Notó sus manos calientes por el sol, y cómo intentaba abrazarla.
-Gracias- dijo a la vez que evitaba que él la tocara. A él se le antojó irresistible pero dejó que ella se hiciera desear. Ella se vistió lentamente mientras notaba que él la miraba. Le gustaba.
-¿Puedo preguntarte una cosa? –dijo él
-Solo una
 -¿Tiene nombre esta chica tan preciosa?- dijo él, descarado. Eso a ella no le gustó, es más, le molestó. Y volvió a ponerse a la defensiva.
-Sí- dijo ella con frialdad.
- Y, ¿cuál es?- dijo él, curioso.
-Dijiste una pregunta. Ya son dos.- Contestó ella mientras recogía todas sus cosas y se dirigía hacia su bicicleta.
-¿Por qué te vas? ¿Vendrás mañana?- le dijo en un tono más alto para que la escuchara.
-Puede – dijo ella.

[...]
Luna Plateada

¿Te has quedado con la intriga?