miércoles, 27 de febrero de 2013

Corrosivo como el ácido

Miedo. Puro y exquisito miedo. Al amor.
-¿Ahora te interesas por mí? He estado aquí siempre y nunca te habías dado cuenta. ¿Sabes? Ya es demasiado tarde. - se levantó del banco enfadada, intentando esconder sus lágrimas.
-Espera. – dijo él mientras iba detrás de ella y le agarraba del brazo.
-¡Suéltame! ¿Por qué tratas de esconder lo que sientes? ¿Tanto miedo te da? – preguntó ella, mientras le miraba fijamente a los ojos.
-Sí. Demasiado. – contestó agachando la cabeza. Ella sintió el impulso de abrazarle, pero en vez de eso siguió caminando. Ni él fue detrás de ella, ni ella miró atrás. Los dos se atragantaron con aquel “te quiero” que les quemaba la garganta.
Luna Plateada

sábado, 23 de febrero de 2013

Quédate conmigo


-Vamos, dame la mano - me dijo mirándome fijamente.
-No, no quiero - le dije sin apartar la mirada.
-No tengas miedo, dame la mano -repitió.
No quería darle la mano, no quería tocarle. No quería ver nada, no quería saber nada. Quería seguir siendo fuerte.
-Por favor - insistió.
-No - dije escondiendo mis manos.
-Vale como quieras. No me des la mano, pero sígueme.
Eso sí puedo hacerlo. Le había seguido hasta ahora. Por dos o tres pasos no va a pasar nada. O eso creía.
Empezó a caminar, sin darse cuenta de que yo seguía parada, en el mismo sitio. Inmovilizada. Cuando ya había recorrido un buen trecho, giró la cabeza y me vio a lo lejos. 
- ¡Incluso el viaje más largo empieza con un solo paso! -me gritó - ¡Venga, da el paso!
No, no podía, no quería. Me di media vuelta y empecé a caminar en sentido contrario. En el sentido contrario a lo que yo quería. En el sentido que debía.
No giré la cabeza. Me obligué a mi misma a no girarla. A no hacer lo que de verdad quería. 
-¿A dónde vas? ¡Vuelve! -a cada paso que daba oía más lejana y bajita su voz.
-¡Quédate conmigo!- fue lo último que le oí decir.
Yo seguía caminando. Sin saber muy bien a dónde. Lo único que sabía era por qué me iba. Eso era lo único que me daba fuerzas para seguir caminando. 
Me obligué a no hacer daño a quien una vez quise con todo mi corazón.

Luna Plateada

lunes, 18 de febrero de 2013

Los labios rojos de una desconocida

-Siento haberte besado.
-Yo no.
Caminaba con paso firme por aquella calle oscura, iluminada por la luz de una tímida farola. El ruido de sus tacones con cada paso que daba hacían de aquella calle un lugar más frío. Llevaba un traje rojo, y el pelo suelto. Había decidido que aquella noche no se quedaría en casa esperando como hacía siempre, una llamada, un mensaje, un “te echo de menos”. Y salió a la calle para alimentar sus ganas de olvidar.
Llegó a un pequeño bar oscuro en la esquina de aquella insólita calle. Abrió la puerta de par en par, el frío entró con ella en el bar, y pudo notar como atravesaban su cuerpo una gran cantidad de miradas curiosas, que la observaban de arriba a abajo. Se acercó a la barra y pidió un whisky. Caminó segura entre la atenta mirada de aquellos hombres que sólo buscaban una cosa en ella: su cuerpo. Pero ella no regalaba su cuerpo a nadie, menos aún por piropos baratos, productos del alcohol y la necesidad.
Se sentó al lado de la ventana, sacó un mechero del bolso y un cigarro, y lo encendió. El camarero la miró con desaprobación mientras le dejaba el whisky en la mesa, pero no le dijo nada. Ella sabía que no le iba a prohibir que fumara, era la única chica en aquel bar. Le dirigió una mirada tan profunda que el camarero se sintió desnudo ante aquella poderosa mujer. Sin embargo, todo era fachada. Estaba vacía por dentro, se sentía insustancial. Todo por darse cuenta demasiado darte del valor del amor.
Una calada tras otra fue fumándose sus penas. Intentando olvidar. Pero cuando llevaba ya cuatro whiskys decidió no beber más, se levantó con menos equilibrio que cuando vino, pero con la misma seguridad. Le dio la última calada a su cigarro, y lo dejó en el cenicero, con la marca de sus labios rojos en ellos. Y se fue. 
Desapareció entre las tinieblas de la calle mientras aquel cigarro manchado de rojo sangre se consumía. De rojo sangre como las heridas que dejan los recuerdos perfectos.
Luna Plateada


domingo, 17 de febrero de 2013

Testigo del destino

Era una noche calurosa de una primavera perdida. Estaba sentada en un banco en medio de ninguna parte, esperando. Esperando por algo que sabía que no volvería. Era algo irónico. Esperaba por algo que ni volvería, ni quería que volviera.
Estaba escuchando música cuando de pronto sonó una canción que pegaba con lo que sentía. Levanté la cabeza y miré hacia la derecha. Un chico alto, joven y de paso firme, caminaba lentamente, sin prisas, absorto en sus pensamientos mirando hacia la nada. No podía verme. Miré hacia la izquierda y vi a una chica esbelta, joven y de paso inseguro. Tampoco ella podía verme. 
Esas dos personas desconocidas de pronto empezaron a sonreír. A cada paso que daban, la sonrisa se les agrandaba. Se conocían.
Me acuerdo que la música que escuchaba me impedía oír la conversación. No la paré, no quería ser partícipe de aquel momento que no me pertenecía.
Aún te sigo esperando.
El abrazo que se dieron me pareció eterno. Parecía que no querían soltarse. Estaban allí quietos, abrazados, bajo la luz de la farola. No les importaba lo que pasara alrededor, aquel momento era de ellos. Solo de ellos.
Después de casi un minuto abrazados, se separaron. Se miraron a los ojos y empezaron a hablar con entusiasmo. Parecía que había pasado mucho tiempo sin verse. Quizás habían quedado, pensé. 
La chica sacó un papel del bolso y apuntó algo en él. El número creo. No habían quedado en ese momento, pero lo intentarían hacer en un futuro. Aunque, extrañamente, tenía la sensación de que los dos sabían que no volverían a verse nunca más. Buenos amigos o algo más. ¿Quién sabe?  Dos personas unidas por un pasado y separadas por un futuro. 
El chico la abrazó de nuevo y la levantó del suelo. Se echaban de menos, se notaba. 
Poco después, cada uno siguió el sentido de su dirección, alejándose. De pronto el chico giró la cabeza y se quedó mirando a la chica, para ver si ésta miraba. No miró, y por ello volvió a mirar hacia delante. La chica, justo después, giró la cabeza e hizo lo mismo. Esperó para ver si él miraba, pero no miró.
Luna Plateada

miércoles, 13 de febrero de 2013

El Faro. Parte IV

Si aún no has leído nada de la historia, te sugiero que empieces por el principio. Y si no te gusta seguir las reglas, siempre puedes seguir leyendo.

Llegó al faro casi sin aliento. La perra saltaba alrededor de ella creyendo que aquello había sido un juego, y esperanzo para volver a jugar de nuevo. Cogió la carta y se sentó en la hamaca que tenía enfrente de un ventanal enorme con forma semicircular con vistas al mar. Esa era su cama la mayoría de las noches.
Querida Luna:
Ha pasado tanto tiempo desde la última vez que hablamos que no sé cómo pedirte perdón. Siento mi ausencia, mi falta de delicadeza y de atención. Siento no haberte escrito. Sé que no sabías mucho de mí, pero yo de ti sí.
No hay día que no me acuerde de aquellas tardes en la playa, con tu perfecto vestido azul celeste y aquella sonrisa que te quedaba tan bien. Todo de ti me encantaba, lo nuestro era perfecto.
Nunca tuve el valor suficiente para escribirte, ni para visitarte. Soy un cobarde, lo sé, más aún por no luchar por lo que valía la pena. Por eso, hoy me he decidido y te he escrito esta carta, para pedirte perdón e intentar arreglarlo.
Podría explicarte mi vida en una carta, pero no tiene ni la mitad de emoción ni sentimiento. Podría explicarte cómo he perdido el tiempo sin besar tus labios. Podría explicarte cómo he sobrevivido a una vida sin ti. Pero prefiero contártelo en persona.
Si quieres volver a verme, escríbeme, y dale la carta al cartero que te la trajo. Estaré ahí el tiempo que haga falta. 
Te quiere,
Sol.
Para ti, Dani. Con cariño.
“¿A qué viene esto? ¿Es una broma? ¿Cómo puede ser que sepa dónde vivo? ¿Cómo puede ser Sol? ¿No tiene remitente? ¿El cartero lo conoce?” Muchas preguntas atravesaban fugazmente la mente de Luna, era incapaz de pensar, de reaccionar. En el fondo, llevaba gran parte de su vida atormentada por aquel chico que le robó el corazón en aquella playa desierta. Llevaba tanto tiempo esperando que no podía creérselo. Y no se lo creyó.
Resolvió hablar con el cartero la próxima vez que lo viera. Pero eso podía llevar meses, incluso años, hasta que alguien le volviera a enviar una carta. Pero no tuvo que esperar mucho, a la tarde siguiente apareció el cartero.
 La verdad es que era bastante atractivo.
-¿Se puede señorita? – preguntó él con amabilidad, pero entró en la casa sin obtener confirmación.
-Sí sí, claro, pasa. Mi casa es tu casa – dijo ella casi susurrando, con sarcasmo. Él no la escuchó. Dejó la mochila repleta de cartas en el sillón y se sentó en el suelo a acariciar a la perra, la cual disfrutaba como la que más.
-Y bien… ¿Qué se le ofrece? ¿Tengo más cartas? – preguntó Luna.
-Bueno, la verdad es que no, pero me quedé muy intrigado con la carta que recibió ayer. Pensé que quería hablar con alguien, aparte de con su hermosa perrita – dijo el cartero.
-Odio los cotillas. Y más aún los que se toman tantas confianzas con gente que no conocen. Le invito a que se vaya usted de mi casa – dijo Luna, con impaciencia.
-No, gracias. Pero un café si se lo acepto – contestó mientras esbozaba una sonrisa torcida. Perfecta. Luna no pudo evitar sonreír también.
“¡Qué estúpida soy! ¿Cómo puedo permitir que un personaje como ese entre así en mi casa y en mi vida sin mi permiso?” Pensó molesta mientras preparaba un café para aquel extraño tan familiar.
Y así pasaron la tarde. Hablando sobre la familia de uno, y la poca familia de otra. De los amigos de uno, y de los pocos amigos de otra. De la vida, de la perra, del pasado, del presente. Pero sin nombrar en ningún momento la carta y su dueño. Y la relación que había.
Cada tarde, después de trabajar, Kristian pasaba por la casa de Luna y se quedaba allí hasta que las estrellas brillaban en lo alto de aquel cielo perfecto. A veces incluso le traía trozos de tartas de chocolate, o bombones, para amenizar aquellos cafés de media tarde. Luna nunca le dejó las llaves de su faro, pero con cada tarde que pasaban juntos, fue “construyendo” otro tipo de llave. Una de esas llaves que abren el corazón.
Sin embargo, Luna nunca dejaba que Kristian la tocara, ni mucho menos que la besara. Había algo en ella que aún estaba cerrado a cal y canto. Un secreto encerrado bajo llave en el ático del alma: Sol.
Luna Plateada

sábado, 9 de febrero de 2013

Quiero ser astronauta

Déjate llevar. No pienses.
Podía oír sus pasos. Se acercaba a mí por detrás, lentamente. No me giré, evité encontrar su mirada. Me rozó el cuello y me susurró al oído “Deja que te cuente los lunares”.
Sentí que era hielo y me derretía. Poco a poco. Cerré los ojos y el fuego se apoderó de mí. Derritiéndome por completo. Noté cómo sus manos calientes rozaban mi gélido cuerpo, quitándome con cada prenda un poco de pudor.
Me giré,  y me encontré con esos ojos. Esos ojos que me buscaban desde hacía tiempo. Noté en ellos algo que no había visto jamás. Ganas de vivir, de disfrutar el momento. Brillaban.
Se arrimó a mí y antes de que hiciera nada, acerqué mis labios a los suyos. Los acaricié suavemente, sin llegar a besarlos. Él cerró los ojos, y se dejó llevar. Yo aún seguía pensando en las consecuencias. De pronto, me agarró de la cintura y me acercó aún más hacia él.
“No pienses”, me dijo. Y me besó. Fue un beso cálido, con ganas. Pero había algo en ese beso. Lo noté enseguida. Tenía miedo. Pero, ¿miedo a qué?
Pero para cuando intentaba buscar una respuesta, sus manos ya habían recorrido todo mi cuerpo.
“Quiero ser astronauta, y contar todos tus Lunares” Fue lo último que me dijo antes de que los dos dejáramos de pensar. 
Luna Plateada


miércoles, 6 de febrero de 2013

Las cenizas del ave fénix

Me acuerdo de aquel día perfectamente. Tenía más o menos 6 años, y era una noche calurosa de verano. Estaba haciendo un puzle cuando mi padre me dijo que teníamos que ir a la playa, a despedirnos de alguien. No lo entendí muy bien, pero recogí el puzle, y me vestí. En realidad me encantaba la idea de salir de noche de casa, a esa edad era lo más emocionante que podías hacer.
Un fénix siempre resurge de sus cenizas, pase lo que pase.
Y cada vez que lo hace es aún más fuerte que antes.
Fuimos en silencio durante todo el trayecto, de pequeña tampoco me gustaba hablar mucho. Aunque sentía mucha curiosidad, me podía más la emoción. Llegamos a la playa, y allí estaba un amigo y su padre. Nuestros padres se conocían desde hace mucho, y siempre jugábamos juntos, porque teníamos la misma edad. Pero el hermano mayor no estaba.
Mi padre me llevaba de la mano, y cuando estábamos a la altura de ellos, vi que mi amigo estaba llorando. Su padre llevaba una especie de jarrón en la mano, y con la otra abrazaba a su hijo. Fui corriendo hasta mi amigo y le abracé. No me gustaba que la gente llorase, y cuando lo hacían, me ponía igual.
Nuestros padres nos calmaron, y nos llevaron a la playa. Nos sentamos en la arena, escuchando el mar de fondo, y el padre de mi amigo sacó un puñado de cenizas de aquella urna. En aquel momento no lo entendí, pero luego sí. Aquello eran las cenizas del fallecimiento, partículas de una persona consumida por la muerte. Era la madre de mi amigo, que murió unas semanas antes de cáncer.
El padre le ofreció a mi amigo que cogiera las cenizas, pero él no pudo. Se paralizó, ni lloraba, ni hablaba, ni se inmutaba. Incluso creo que aguantó la respiración todo aquel rato. Mientras, yo no paraba de llorar. Me sentía tan pequeña, tan diminuta. No sabía que mi vida podría acabarse, que la muerte estuviera ahí de verdad.
A veces me pregunto si seré la siguiente. Si algún día la muerte llamará a mi puerta sin avisar, y me vaya sin poder despedirme. Ahora es cuando me doy cuenta de lo efímera que es la vida, y lo mucho que nos preocupamos por tonterías. 
Pero, aún así, no hay que temerle a la muerte, es sólo un trámite más. Hay que saber resurgir de las cenizas, como el ave fénix.

Luna Plateada

lunes, 4 de febrero de 2013

Precipicios vertiginosos

-Bueno, ¿a dónde vamos hoy? – preguntó ella, mientras se acomodaba en el asiento del copiloto. Como cada domingo por la tarde, quedaban para perderse.
- A algún lugar de ninguna parte – le contestó él. Era un código. Ella siempre le preguntaba eso, y él siempre le contestaba lo mismo. Era su manera de conectar, de saludarse. Sólo se venían los viernes, y cada uno de los 52 viernes que tenía el año, era más especial que el anterior.
Ella
Él condujo hasta un precipicio, donde había un banco. Desde allí se veía perfectamente el atardecer. Llegamos justo a tiempo. Salí del coche; estaba impresionada por las vistas. Completamente anonadada.
-¿Por qué no me habías traído antes a este lugar? – pregunté. 
Apoyo para los enfermos de cáncer. Sois héroes.
Él
-Porque estaba esperando el momento – dije. “Se me ha escapado, pff. No quería decirle eso”.
Ella me miró con ojos inquisidores. Estaba esperando que me preguntara por qué había dicho eso. En vez de eso, se limitó a mirarme, y luego se acercó al banco. 
Ella
Me senté, contemplando la majestuosidad de aquel atardecer. “Porque estaba esperando el momento. ¿A qué se refería? ¿Siente él lo mismo que yo?”. Él se sentó a mi lado, sin mirarme, y juntos contemplamos cómo las nubes se teñían de colores al antojo del sol.
-Este es el único momento en el que ponemos mirar el sol. Como si nos permitiera un momento para observarlo antes de que se vaya, y justo después de que vuelva –dije.
-¿Crees que esconderá algo? –me preguntó.
-Como todos, supongo – contesté.
Él
“Entonces ella también escondía algo. Es tan difícil saber lo que piensa. Venga, voy a decírselo. Es la última oportunidad que tengo”.
-Luna… -dije.
-Espera, espera. Tengo que decirte algo – me dijo ella, poniéndome el dedo índice en los labios. 
Ella era la chica más interesante que he conocido. Le gustaba AC/DC, Nirvana, Led Zepelin, aunque también la música clásica, algo contradictorio pero sumamente atractivo. Encima era guapa y tenía sentido del humor. Pero, ¿cómo iba a querer estar con alguien como yo?
 – He conocido a un chico – Aquellas palabras cayeron sobre mí como una piedra muerta. Y me hundieron. Por un momento, quise no estar allí, no haberla conocido nunca.
Ella
“Venga, díselo ya.” Su cara cambió drásticamente, y no pude evitar entristecerme al verle. Lo estaba entiendo todo mal.
-Es suficiente, no quiero saberlo – me dijo él.
-Espera, no es lo que crees – le dije.
-¿No es lo que creo? Has conocido a un chico, que es interesante, guapo, inteligente. Vale, perfecto. – contestó, a la vez que se levantaba del banco y se dirigía al coche.
Le agarré del brazo, y le miré a los ojos. “¿Acaso creía que me podía gustar otro chico que no fuera él?” Pero no le dije nada. Las palabras se me atropellaban en la garganta, formando un nudo que ni el marinero más experimentado podría deshacer.
-Vámonos, mañana me tengo que despertar temprano – dijo él con frialdad. Le agarré la mano, obligándole a que me mirara a los ojos de nuevo. Cogí impulso y se lo dije.
-Fue el otro día, en el parque. Estuvimos hablando y me dijo algo que me hizo darme cuenta de que… - “venga, dilo, Luna” – me gustas. Y de que estoy perdiéndome muchos besos por no arriesgarme. Y abrazos, y mucho más – dije, pero él me besó, y me desató aquel nudo de la garganta. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, no podía creérmelo, por fin estaba besando aquellos labios que tanto me había parado a mirar.
Él
“¡¡¡Bieeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeen!!! Dios, ¡qué alivio!” Después de un largo beso, nos dimos cuenta de que el sol ya había desaparecido, dejándole espacio a la Luna. Le cogí de la mano, y fuimos así hasta el coche. La curiosidad me podía, y no pude evitar preguntarle:
-¿Qué te dijo el chico?
Ella
-Citó a John Dorian: "Últimamente he pensado mucho sobre arriesgarse, en el fondo solo se trata de superar tus temores. Porque a decir verdad, cada vez que aceptas un gran riesgo en tu vida, acabe como acabe siempre te alegras de haberlo aceptado."

Él se acercó a ella y la besó intensamente, demostrándole que aunque le den miedo las alturas, adora los precipicios.

Luna Plateada

sábado, 2 de febrero de 2013

Cero Complicaciones


Sin preguntas, ni respuestas.

Abrí la puerta y ahí estaba él. Le agarré de la chaqueta, y lo metí dentro de casa.
-Ven aquí. Te estaba esperando – le dije, sin esperar respuesta.
-Pero… -intentó decir, pero le callé con un beso. Hoy no quería hablar, estaba cansada de palabras sin sentido y de sentimientos apalabrados. 
Le quité la chaqueta, la camisa, los pantalones, los calcetines… todo, absolutamente todo sobraba. Y él hizo lo mismo conmigo. Solo quería sentir su piel.
Y así, entre piel y piel, pasé las horas con él. Sin preguntas, ni respuestas. Sólo él  y yo. Sólo sexo.

Luna Plateada

viernes, 1 de febrero de 2013

Luz

"Somos polvo de estrellas"
-¿Crees que hay vida en esas estrellas? – pregunté.
-Puede. Aunque la mayoría de esas estrellas están muertas, pero nos sigue llegando su luz – dijo ella. La miré fascinada.
-Explícamelo, por favor.
-Es como las personas cuando se mueren. Se han ido, pero siguen llegándonos recuerdos de ellas, de lo que fueron, de lo que hicieron. Y esa luz, se va a apagando con el tiempo, aunque algunas nunca llegan a desaparecer del todo – me explicó, con paciencia. 
Volví a mirar a las estrellas unos segundos, y luego dirigí mi mirada hacia ella. Me miró, y la abracé. “Tu luz nunca desaparecerá de mi vida” Pensé para mí.

Luna Plateada