miércoles, 16 de abril de 2014

Satélites

Por fin volvemos a encontrarnos, después de tanto tiempo. Le veo aparecer a lo lejos, reconocería ese coche en cualquier lugar. Se acerca, aparca y se baja del coche, con la misma parsimonia de siempre. Sonríe, y sé que nada ha cambiado.
-Buenas. ¿Llegaste hace mucho? – preguntó mientras se acercaba.
-No mucho. Han cambiado las cosas, ahora soy yo la puntual y tú el que llegas tarde. – contesté.
-Algo tenía que cambiar, ¿no? – dijo, con su media sonrisa. No contesté, y nos dirigimos uno al lado del otro hasta el final de aquella pista, en lo alto de la colina, desde donde se podía contemplar el mar, las olas, la puesta de sol, la vida.
-Al menos he llegado a tiempo para ver la puesta de sol. – dijo mientras se sentaba y me daba la mano para ayudarme. Al notar su mano, me estremecí. Echaba de menos sus manos grandes y fuertes.
-Echaba de menos contemplar estas puestas de sol – ‘Y a ti’, pensé. Él me miró en silencio, y su mirada me intimidó. ¿En qué momento me había dejado intimidar por una mirada? Colocó su mano sobre la mía.
-Sigues teniendo las manos frías, como siempre – me dijo.
-Y tú calientes, como siempre. – y le dediqué una sonrisa. Ambos nos volvimos para contemplar cómo el sol se escondía en el horizonte, pero aún con las menos una sobre la otra. Nos unía, aunque fuera un enlace muy pequeño, pero fuerte.
Me acarició la mano con el pulgar, y noté un escalofrío. ¿Por qué? ¿Por qué ahora? Él me sonrió, y de pronto, me sentí feliz. Y, en un momento de euforia, me acerqué a él, y le hice cosquillas. Él rió a carcajadas, como hacía siempre que le hacía cosquillas. Su risa inundaba todo el espacio, y yo no podía parar de sonreír.
-Dime que te rindes y paro – dije sin parar de hacerle cosquillas. Él no paraba de reírse. Sabía que si él quería, podría utilizar su fuerza y quitarme de encima. Pero por alguna razón, seguía riéndose. Quizás lo necesitaba. O lo necesitábamos. 
Pero me equivoqué. Utilizó su fuerza, me agarró las manos y me puso contra el suelo.
-A ver, pequeña, ¿de verdad crees que puedes conmigo? – me preguntó, mientras yo estaba tumbada y él me sujetaba las manos, muy cerca de mi cara.
-Pues claro. Puedo contigo y otros diez como tú – contesté.
-¿Ah sí? – dijo mientras se acercaba aún más a mi cara, sin soltarme las manos. Notaba su aliento en mi boca, su respiración. Solo me faltaban los latidos de su corazón.
-Sí – dije con total seguridad, aunque no fuera cierto. Mi corazón no paraba de revolucionarse, quería salirse del pecho. Deseé que me besara, pero en el fondo los dos sabíamos que, como siempre, eso no podía pasar. Así que sin parar de mirarme a los ojos, me soltó las manos. Nos incorporamos, y nos abrazamos. Echaba de menos esos abrazos, por mucho tiempo que hubiera pasado y por muchas decisiones que hubiéramos tomado. Le echaba de menos.
Deseé haber tomado otro tipo de decisiones en el pasado, pero ya no era posible cambiar nada, y lo hecho, hecho estaba. Solo nos quedaba el presente, y las consecuencias del pasado. Me disponía levantarme e irme, pero me atrajo contra sí, y ambos nos tumbamos en el cielo, mirando las estrellas.
Apoyé mi cabeza sobre su hombro, y le dije:
-Sonríe, los satélites nos están sacando fotos.
Y ambos sonreímos, como siempre. Como nunca.
Luna Plateada