sábado, 17 de diciembre de 2011

La llave de la vida

Estaba sola en aquella estación de tren. Hacía tiempo que había tomado la decisión de irse, de irse lejos y olvidarlo por fin. Debía coger ese tren y dejar atrás la esperanza de que él viniera a buscarla. Miraba el reloj en repetidas ocasiones, pero la manecilla de los minutos parecía no querer trasladarse hasta las en punto. Hora en la que el tren llegaría.

Se puso a observar la cantidad de gente que transitaba por esa estación. Cada una por un motivo diferente, con algo diferente en la mano, pensando cosas diferentes. Algunos esperaban por algo. Un tren, un destino. Otros, en cambio, llegaban, reuniéndose con el pasado o el nuevo futuro. Volvió a mirar el reloj, faltaba un minuto. Un minuto eterno.

Llevaba sólo una mochila, con algo de ropa, un libro, el reproductor y un collar con forma de trébol de cuatro hojas. Todos los recuerdos no le cabían en esa pequeña mochila de cuero, pero no hacía falta. Todo lo que ella quería lo llevaba en su corazón, consigo siempre.

00:00. Llegó el tren, a medianoche. Una extraña sensación le recorrió el cuerpo, si cruzaba aquellas puertas no volvería atrás, y si no cogía ese tren, no lo volvería a coger. ¿Qué hacer? Miró a los lados, intentando buscar algo que la retuviera, pero no encontró nada. Dio un pequeño paso, pero un gran paso en su vida, y se subió a aquel tren. A aquel destino.

Había poca gente en aquel vagón, apenas tres personas, y se sentó sola al lado de la ventana. Era de noche y pronto se apagarían las luces para que los pasajeros pudieran dormir. Mirando por la ventana, se dejó dormir. La despertó el ruido del tren frenando, estaba llegando a su destino. Abrió los ojos lentamente y pudo ver algo encima de la mesa que tenía en frente. Una llave y debajo un papel. Se extrañó. Miró a los lados, ya no había nadie en el vagón. Contempló aquella llave antigua, le sonaba mucho. Luego cogió el papel y empezó a leer.

Querida Luna:
Tú no me conoces, pero lo harás. Muy pronto, cuando estés preparada. Te escribo para que no te olvides de mí. Sé que ahora mismo es difícil de entender porque no puedes recordar a alguien que no has conocido, pero tú no te olvides de mí. En su momento, me conociste, tal y como soy. Y yo a ti, pero ahora tu recuerdo de mí se ha quedado atrás. Volveré a conocerte de nuevo, y a encantarte como lo hice en un principio. Aquí te dejo la llave de aquello que te llevaste contigo. Cuídala hasta que vuelva a por ti. Y aunque no me conozcas, no te olvides de mí.
Fdo: El infinito.

Muchas preguntas cruzaron su cabeza fugazmente, intentando buscar entre sus recuerdos aquello que la carta rezaba. Sobretodo buscando quién la había escrito. Pero sus preguntas cesaron cuando el tren se paró completamente y las puertas se abrieron. Cogió la carta y la llave y las metió en la mochila. Era hora de empezar una nueva etapa de la vida llena de recuerdos, preguntas y decisiones. Pero durante esa etapa, extrañamente, nunca olvidó a esa persona que no había conocido. Esperaba conocerla de un momento a otro, pero sabía que hasta que ella no estuviera preparada, él no aparecería. Mientras tanto, guardó la llave bajo el ático de su alma, cumpliendo aquella promesa olvidada.

Luna Plateada



Súplicas al tiempo

Desnudo, indefenso, inocente. Dormía tranquilo mientras la noche avanzaba. Yo, en cambio, no podía dormir. La Luna, como cada noche, me despertó e incitó a contemplarla. Me incorporé y miré por la ventana. No la encontraba. El cielo estaba iluminado por la luz de esa imperante Luna, pero ella no estaba.

Todo estaba en silencio, inalterable. No quería que esa noche se acabara, quería congelar aquel momento, aquel recuerdo perfecto. Pero no podía, el tiempo pasaba, me gustara o no. No atendía a mis súplicas.

De pronto, él se despertó. Lo noté, pero no miré. Pensé que se volvería a dormir, pero en vez de eso me acarició la espalda. Un escalofrío recorrió mi cuerpo entero. No quería que aquello se acabara. Seguí sin girarme. Dejó de acariciarme con sus manos calientes y empezó a besarme la espalda. Notaba como la presión de sus labios en mi espalda me evadía de la realidad y me incorporaba a un sueño eterno, infinito.

Le miré en la oscuridad, distinguía su cara perfectamente. Le besé y me acurruqué a su lado, mientras seguía suplicándole al tiempo que se parara. Era extremadamente feliz, y eso me daba miedo. No quería que se acabara.

Apoyada en su pecho, notaba cada uno de sus latidos. Poco a poco, nuestros latidos se acompasaron y se convirtieron en uno sólo. Y así, me dejé dormir. Feliz.

[...]

-Espera, ahora vuelvo - dije, pocas horas después levantándome de la cama.
-¿Te acompaño? -preguntó él.
-No jaja - dije mientras le quitaba la sábana, lo único que le tapaba.
-¡Ehhh! -gritó mientras intentaba coger la sábana. Pero yo fui más rápida.  Él sonrió,  y yo le saqué la lengua.
-No tardo.

Cuando volví, estaba con la mirada perdida, mirando al techo. No podía evitar sentir lo que sentía, simplemente le abracé, mientras aquella sábana nos protegía del tiempo. Le miré a los ojos y vi en ellos lo mismo que sentía yo. Me dibujó un infinito en el pecho y entonces comprendí que él también le estaba suplicando al tiempo que nos dejara ser felices.

Luna Plateada

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Sin nombre

  Caminaba por la carretera, sin rumbo, sin prisas. Cada vez había menos luz, y aquella carretera parecía no acabar nunca. Era recta, sin curvas pero con muchas bajadas y subidas.
  En un momento determinado, unos cuervos de color negro ceniza atravesaron el cielo, trayendo consigo unas nubes de mal aspecto. Pero ella seguía caminando, ¿qué importaba si llovía o no? Y así fue, llovió. Llovió tanto que el frío caló sus delicados huesos, debilitándola con cada paso, con cada latido. Aún así ella seguía caminando, cada vez con más dificultad, pero avanzando.

  La lluvia cesó y la dejó descansar. Poco a poco las nubes se disiparon y la noche se volvió clara y nítida. Respiraba con dificultad, el frío se había apoderado de ella y sus rodillas flaqueaban con cada paso. Era demasiado cabezota como para parar y descansar. Sabía que si se paraba tardaría más en conseguir su sueño. Aquel sueño que ardía en llamas dentro de ella por ser cumplido.

  Estaba sola en aquella carretera perdida en medio de ninguna parte y le extrañó aquella luz que provenía desde lo lejos. Cada vez se acercaba más y más, cegándola. No la dejaba avanzar; le impedía ver la carretera y pisar con seguridad. Era un coche. Se paró delante de ella, obstaculizando su camino. La puerta se abrió y alguien bajó del coche. Ella no podía verle, seguía cegada por aquella luz.

- ¿Qué hace una chica como tú por aquí? - inquirió una voz bastante grave.

La chica no le contestó e intentó sortear el coche, pero aquel desconocido se lo impidió. Se puso delante de ella y la agarró de los brazos. Ella aún no podía distinguir su cara pues sus ojos aún no se habían acostumbrado a la oscuridad.

-Tranquila, no te voy a hacer nada, pero dime tu nombre. - dijo en un tono mucho más sosegado.
- No tengo nombre - le contestó ella  con total sinceridad.
- ¿Cómo no vas a tener nombre? Todos tenemos un nombre - dijo entre una especie de carcajada que a ella le molestó.
-Todos no. Yo no. Y ahora, ¡suéltame! - gritó ella mientras intentaba zafarse de aquellas manos que la apresaban. En ese momento fue capaz de distinguir su rostro. Tenía una tez morena, de aspecto campestre, sus ojos eran grandes y oscuros, pero no podía vislumbrar el color de ellos. Sus orejas eran pequeñas, y tenía una nariz prominente, que destacaba un fuerte carácter por parte de aquel misterioso desconocido.

  El chico la agarró con fuerza y la subió a sus hombros. Ella no paraba de gritar y de aporrearle la espalda.

-¡Suéltameeeeee! ¡Déjame en paz! - y consiguió darle una patada en la parte más débil que tienen los hombres. Éste se encogió mientras por su boca soltaba un alarido de dolor. Ella empezó a correr, tenía miedo. No quería volver a ser el juguete de nadie. Corría y corría como si se le fuera la vida en ello; el miedo consiguió que aquellos huesos congelados del frío ardieran en llamas.

  Cuando ya había corrido un buen trecho y la adrenalina le estaba bajando, tuvo el valor de mirar hacia atrás. La luz que antes le cegaba, ahora la perseguía. Se asustó, venía a por ella. Aceleró pero seguía yendo por la carretera. Así la alcanzaría en menos de nada. Pero en vez de apartarse de la carretera hizo algo que a nadie se le hubiera ocurrido hacer; se dio la vuelta y se enfrentó a esa luz que la perseguía. Su corazón martilleaba dentro de su pecho, quería huir casi tanto como ella. Pero se mantuvo, desafiando a aquel desconocido que cada vez estaba más cerca. Podía escuchar el motor del coche, y las ruedas rasgando aquella carretera solitaria; estaba acelerando.

  Ella seguía quieta, en medio de la carretera, enfrentándose a aquella luz. Cuando se dio cuenta de que aquel coche ya no podía frenar y que ella ya no podía apartarse, cerró los ojos. El coche ardió en llamas y la atravesó, dejando en ella cicatrices que el tiempo no podría borrar nunca

  Abrió los ojos poco a poco y se dio cuenta de que ya había amanecido. Miró a su alrededor y todo seguía en su sitio, tanto su cuerpo como la carretera. Pensó que aquello había sido una pesadilla. Se giró y continuó su camino, pero se dio cuenta de que había algo que le ardía en los brazos. Las marcas de unas manos rodeaban sus extremidades. Justo en el mismo lugar donde aquel desconocido la había agarrado con tanta fuerza para preguntarle un nombre que ella no poseía.

Luna Plateada

lunes, 5 de diciembre de 2011

Al borde del deseo

Estábamos los dos solos, sin nada ni nadie que nos molestara. Aquel momento nos pertenecía. Me puse delante de él, y le miré a los ojos. Quería que me leyera el pensamiento. Él me respondió con la misma mirada, con esos ojos negros que en las tinieblas de aquella habitación brillaban. Esos ojos, esa boca... todo se volvía irresistible.

No parábamos de mirarnos, no hacía falta nada más. Sus ojos me capturaban, me evadían de este mundo. Los problemas se iban sin dar un portazo al salir.

De pronto, me cogió y me levantó. Me tenía agarrada como a una niña, y me abrazó. Me abrazó muy fuerte, como si no quisiera soltarme. Mi corazón empezó a acelerar, cada vez más. Me llevó así hasta la cama y poco a poco me tumbó en ella. Se acostó a mi lado,  mirándome fijamente a los ojos. Esos que me ponían al borde del deseo, al borde de la debilidad.

Me encantaba todo él, pero no lo sabía, no lo suficiente. Me acosté en su pecho, escuchando su respiración y sus latidos.

- Daría el mundo porque estuvieras siempre aquí - me dijo casi susurrándomelo
- El mundo no es tuyo - contesté
- ¿Qué más da? No hay nada mejor que tú en él.

Levanté la cabeza y le miré a los ojos. Poco a poco me acerqué a su cara y le rocé los labios mientras le decía “Me encantas”.

Luna Plateada

domingo, 27 de noviembre de 2011

Estaba de espalda, no me veía. Me preguntaba en qué estaría pensando. Allí estaba él, apoyado en la barandilla de siempre, absorto en sus pensamientos. Quise abrazarle y me levanté del banco en el que estaba sentada. Caminé lentamente, sin hacer ruido, y cuando por fin estaba detrás de él, le tapé los ojos con las manos. Pero algo fallaba, era invisible. Ni podía verme, ni podía tocarle.

Me sentí impotente. Quería tocarle, quería que supiera que estaba ahí. Pero no podía. De pronto, se giró. Lo tenía en frente, su mirada atravesó mi cuerpo invisible. Seguía absorto en sus pensamientos, buscando algo.  Poco después, agachó la cabeza y volvió a girarse hacia al mar, hacia donde miraba antes.  En ese instante me fijé en su nuca blanca y despejada. Y tuve la necesidad de tocarla. Deseé con todas mis fuerzas poder tocarle, y que lo sintiera. Con el dedo le dibujé un infinito invisible. Un infinito que sólo podría notar cuando yo estuviera cerca. Él levanto la mano y se tocó la nuca. Notó el relieve del infinito dibujado y cómo le ardía tenuemente. Se dio la vuelta, preguntándose qué era aquello que tenía en la nuca que le producía ese calor.

-Volveré - le susurré al oído y di media vuelta.

El dibujo de su nuca empezó a desaparecer con cada paso que daba, con cada paso que me alejaba de él. Y cuando ya estaba lo suficientemente lejos, el infinito dejó de arderle.

Luna Plateada

viernes, 25 de noviembre de 2011

Lágrimas invisibles

Hay tardes que jamás de se olvidan...

-Dios, ¡qué aburrimiento! - dije mientras me tiraba en el sofá.
-¿Aburrida? Espera, tengo una idea -dijo mientras se levantaba del sofá y se dirigía hacia su habitación. Al rato volvió con un trozo de tela negra.
-¿Qué eso? - pregunté con curiosidad. Pero no recibí respuesta. Se puso detrás del sofá y me vendó los ojos. - ¿Qué haces? - inquirí mientras sus manos calientes tocaban mi cara, no opuse resistencia a ello.
-Venga, levanta - me dijo agarrándome de las manos. Me llevaba de lado, ayudándome a caminar por el pasillo hasta llegar a la puerta. Una vez fuera, me llevó hasta el coche, abrió la puerta y me ayudó a sentarme y ponerme el cinturón.
-Mmm... ¿a dónde vamos? - dije entre risas.
-Confía en mí, te va a gustar - dijo él y seguidamente arrancó el coche. Notaba cómo aceleraba, cómo tomaba cada curva, cómo frenaba suavemente...
-Dame una pista - dije
- Sigues siendo igual de curiosa. No has cambiado. Te esperas y punto. ¡Impaciente!
-¡Jooo! Venga, por favor... - dije mientras le agarraba del brazo. Él cogió mi mano y me puso en ella algo. Empecé a tocarlo y descubrí que era una concha.
-¿Y esto?- pregunté.
-Es la concha que me regalaste cuando me caí y me mojé todo en la playa jajaja - dijo mientras se reía -siempre la llevo en el coche
-¿Todavía la tienes? Jajaja - Dije extrañada, ya había pasado mucho tiempo desde aquello. Demasiado.
-Claro, me recuerda que cuando te caes tienes que levantarte, por muy mojado y ridículo que estés.
Nos reímos juntos. Cogí su mano y le devolví su concha.
-Entonces quédatela, para que lo recuerdes siempre. Y a mí también, claro. Que fui yo la que te ayudó a levantarte - dije entre risas
Empezó a frenar poco a poco y cuando nos detuvimos me besó en el mejilla. Estaba triste, lo noté. Luego salió del coche y me ayudó a salir. Seguía con la venda en los ojos. Me agarró de la mano y me llevó hasta una barandilla.
-¿Estás preparada? - me preguntó.
-Siempre lo estoy - le dije con chulería. Sonrió, aunque no podía verle.
Sus manos calientes empezaron a desatar el lazo, quitándome la venda con suavidad. Al momento reconocí dónde estábamos.
-¿Te acuerdas? Aquí fue donde me diste el primer abrazo, cuando pasó aquello.
-Pues... no, la verdad es que no me acuerdo - dije intentando estar seria, mas no pude evitar sonreír.
-Tonta - me dijo mientras me abrazaba y a la vez intentaba hacerse el ofendido. Y entre risas vimos como el Sol se escondía en su cueva, para dejar paso a la Luna Llena.
-¿Por qué me has traído aquí? - pregunté
-Porque me molestó que dijeras que te aburrías. Desde que estuvimos aquí por primera vez hasta que me fui, nunca me dijiste eso. Quiero que mientras esté aquí no vuelvas a sentir que te aburres.
Le abracé. Le echaba de menos.
-Conduces de pena - dije intentando disimular la tristeza. Me abrazó más fuerte.
-Te echaré de menos
Y sin querer se me escapó una lágrima. Una lágrima invisible que él nunca llegó a ver y en la que perfectamente se podía leer: “Yo ya te echo de menos”.

Luna Plateada

domingo, 20 de noviembre de 2011

A un suspiro

Era una noche de Luna llena. Un rayo de la luz de la Luna cruzó la habitación y llegó hasta su cara. Se despertó por la claridad que impactaba directamente contra sus ojos y al principio no vislumbraba nada, pero luego empezó a reconocer esa habitación. Se giró y en la oscuridad la encontró a ella. A ella y a su espalda desnuda, iluminada ligeramente por la claridad de la Luna.

Todo estaba perfectamente en su sitio. La sábana le llegaba hasta la altura de su cadera, su melena reposaba sobre la almohada, y aquellos hermosos lunares adornaban su espalda.

Estaba contra el colchón y su respiración era apenas perceptible. Quería tocarla, sentirla, pero a la vez no quería despertarla. Con sus dedos recorrió esos hermosos lunares, formando constelaciones imposibles y universos infinitos. Ella se estremeció, como un escalofrío, y se giró. Él le quitó el pelo de la cara y se lo puso detrás de la oreja. Quería ver su rostro mejor.

Dormía plácidamente, y su boca estaba entreabierta. Sintió la necesidad de tocar aquellos labios, de besarlos. Se tumbó a su lado, en frente de ella. Se acercó poco a poco, sus labios casi podían rozar los de ella. Sentía su suave respiración, el aliento de su vida en sus labios. Y poco a poco se dejó dormir, como si intentara congelar ese momento. Se durmió a un suspiro de besarla.
Luna Plateada 

Las hojas caen en otoño

Camino lentamente entre las hojas que han caído, escuchando los crujidos que en ellas producen mis pasos. Hace frío y poco a poco dejo de tener sensibilidad en mis manos, están congeladas. Intento calentarlas, pero es inútil. Mis pies, mi nariz, mis manos, todas esas partes de mi cuerpo congeladas. En cambio yo me noto caliente por dentro, noto mi sangre ardiente fluir por esas manos frías que me tocan, esos pies fríos que me mueven, esa nariz fría que me sigue.

Mientras, sigo caminando por ese sendero en medio del bosque. Las hojas caen de los árboles como los copos de nieve en invierno, y van a parar donde el viento quiere. Una de esas hojas se cruzó en mi camino, y la seguí con la mirada. Parecía que no quería tocar el suelo, volaba. Después de muchas vueltas llegó hasta el río, donde el viento dejaba de guiar su destino y el agua elegía para ella un nuevo camino.

Seguí caminando, con más frío que antes y menos que después. Al final de aquella hilera de árboles, de aquel camino, divisé un banco. Un hermoso banco de madera que pedía en silencio que alguien lo acompañara. Y eso hice, me senté con él, a su lado, acompañándolo a estar solo. Miré hacia el camino que había tomado, hacia atrás, y vi todas esas hojas aplastadas, todos esos recuerdos pisados, y me di cuenta de lo bonito que fue el trayecto. De las hojas que se cruzaron en mi camino, sobretodo de aquella que no quería tocar el suelo. Me di cuenta de lo bien que se estaba en aquel banco en medio del bosque, en medio del otoño. Pero no podía pasarme la vida ahí, tenía que seguir caminando, aunque tuviera frío. Seguir caminando hasta encontrar el invierno y sobrevivir a él, para luego llegar por fin a mi estación favorita, la primavera.
Luna Plateada

Un velero sin mar

La brisa del mar acariciaba mi cara y mi pelo ondulaba con el viento. Estaba sentada en la proa de mi velero. No se movía mucho, pero poco a poco avanzaba. Con la punta de los pies podía tocar aquellas aguas cristalinas que dejaban entrever el mundo que se escondía debajo del velero. El sol se estaba poniendo, y sus rayos cada vez calentaban menos. Aún así, no tenía frío. Es más, tenía calor. Sentí la imperante necesidad de sumergirme en el agua, en aquellas aguas que se me antojaban perfectas pero que a la vez se me presentaban como una insensatez.

Me puse de pie y empecé a desvestirme, poco a poco, sin prisas. Mientras, los rayos del sol iban iluminando cada parte de mi cuerpo, como si él también estuviera desvistiéndome. Cuando ya no tenía ninguna prenda que me uniera con la realidad, me asomé al borde del velero, y me dejé llevar.

Noté como el agua rozaba mi piel y entraba por mis poros. Noté como el frío se apoderaba de mi cuerpo y los rayos del sol dejaban de calentarme. Noté la adrenalina en mis venas y la sangre correr por todas ellas. Noté que estaba viva.

Mis ojos se acostumbraron al agua, y aunque la oscuridad se había apoderado del mar aún podía ver esos peces de colores que tanto llamaban mi atención desde el velero. Nadaba libre por aquellas aguas, contemplando todos los peces que estaban a mi alrededor. Poco a poco, me empezó a faltar el aire. Tenía que volver a la superficie para poder respirar, aunque no lo veía necesario. Quería seguir nadando, seguir sintiéndome libre. Pero era hora de volver, ya no podía seguir sin oxígeno.

Ya en la superficie, me empezaron a dar escalofríos. El sol estaba a punto de desaparecer, y nadar a oscuras no era una buena idea. Subí por las escaleras de madera del velero. Empecé a tiritar, y cogí una toalla para secarme. Cuando ya entré en calor, volví al mismo sitio donde estaba sentada al principio. A la proa de mi velero. Volví a tomar las riendas de él y cambié de rumbo. Era hora de buscar un nuevo mar donde navegar, una nueva vida que vivir.

Luna Plateada